domingo, 9 de diciembre de 2012

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso lisonjera;
mas no de esotra parte en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma, a quien todo un dios prisión ha sido;
venas, que humor a tanto fuego han dado;
médulas, que han gloriosamente ardido:
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.







El hombre nace rebelde. Su naturaleza le repugna. El hombre ansía una inmanencia divina. El mundo entero sería el cuerpo insuficiente de su implacable anhelo.

Pero el hombre no es la única ilimitable codicia de vida. Todo, en el universo, imperializa; y cada existencia singular ambiciona extenderse a la totalidad del ser. El animal más miserable, entregado sin prohibiciones a su fiebre, coparía el espacio y devoraría las estrellas. En los charcos de los caminos hay efímeros organismos que contienen la virtual posesión del cielo.

Ningún límite es interior al ser; ninguna ambición se recusa a si misma. Toda renuncia nace de un obstáculo; toda abstención, de un rechazo. El universo es un sistema de limitaciones recíprocas, donde el objeto se construye como una tensión de conflictos. La violencia, cruel ministro de la limitada esencia de la cosas, impone las normas de la existencia actualizada.

Pero si la intervención de ajenas presencias amputa y trunca infinitos posibles, nuestra alma escuálida sólo es capaz de una fracción de los actos que sueña. Todo el mundo es frontera, término, fin.

Nuestro terrestre aprendizaje es un desposeimiento minucioso. Cada atardecer nos desnuda. Nuestra ambición persigue decrecientes pequeñeces. Vivir no es adquirir, sino abdicar.

Todo es reto para que nuestra impotencia se conozca; todo es barrera para que nuestra debilidad se advierta y se admita. Entre nuestra avidez y el fruto que la sacia, una breve distancia extiende un espacio igual al infinito. Nuestro más hondo deseo es nuestra imposibilidad más segura. Nuestra vida se deshace en cada uno de sus gestos, abandonando al limbo innúmeros abortos. Vivimos ahuyentando larvas que apetecen nuestra sangre.

Nuestro destino es la presión que ejerce la pétrea abduración de una muerta libertad; cada elección obstruye las direcciones no elegidas; en cada uno de nosotros gimen los abogados fantasmas que no fuimos.

La opción impasible y lívida preside todo instante. Anhelamos aunar y confundir en una posesión simultánea objetos antagónicos, pero la implacable exigencia de actos coherentes divide y lamina nuestra avidez de monstruosas conjunciones. La incompatibilidad de satisfacciones contrarias anula el delicioso desorden de nuestros apetitos.

Pero si la simultaneidad nos delude, el tiempo nos veda un cumplimiento sucesivo. Todo acto es fecundo, y nadie puede abolir sus consecuencias (…)


"¡Ah mujer, perfecta mujer! ¡Qué distracción
aludió a la humanidad cuando fuiste hecha un demonio!"























Ahora que todo acabó, tengo paz para medir tu valía;
aunque si mereces elogio o censura lo ignoro.
Quien desdeña al amado, desdeña al amante;
pero...qué hombre elogia lo que de sí apartó?

Si eres, ciertamente, vana y necia, la nada en forma humana,
tanto más necio fui por adorarte.
Pero si eres la alta diosa por la que antaño te tuve,
cuanto más sublime tu divinidad sea, más terrible mi pérdida es.

Querida necia, compadécete del necio que te creyó sabia;
querida sabia, no te burles del necio que te dejó escapar.
Bien justo: el ciego ha perdido para siempre tu rostro;
bien injusto: cómo podía contemplarte mientras te besaba?

Por tanto... el pobre amor del necio y el ciego te he demostrado,
pues, vana o diosa seas, fue un necio quien te amó.




Soledad vil y cruel
Mi  amante nociva
Hasta mi sombra te rechaza,
Tú sufres con mi ausencia
Como yo con tu presencia
Inescrutable paradigma
Soy mi único fervor
Mi amante nociva
Hasta mi sombra te rechaza,
Yo sufro con tu ausencia
Como tu con mi presencia
Inescrutable paradigma
Hasta mi sombra te rechaza
Tú sufres con mi ausencia
Como yo con tu presencia
Yo(...) sufrimos con mi ausencia
Como nosotros tu presencia
Cruel y vil Soledad. 

martes, 28 de agosto de 2012

Ese cadáver no durará para siempre
Esperar su sabor supremo,
Artificios de la podredumbre
O conformarse a vagas penas
Con la sangre aún tibia
En tirajas de semi conciencia.
Tu cadáver no durará para siempre;
Su mirada desengañila mi figura,
Y abstrae en mi las saudades.
Ver tus ojos sin brillar ahora,
Conformarme con denotado estupor,
Tus espasmos letárgicos.
¡No! fuimos nunca para siempre.

domingo, 20 de mayo de 2012

What shall I do the while? where bide? Hew hve?
Or in my life what comfort, when I am
Dead to him?
Y sus gritos de lamentación volvieron a destrozar el atardecer en fragmentos pétreos que se diseminaron por la tundra, contristando el ánimo. Venciendo mi propio dolor físico y no poco impresionado por aquel cambio tan brutal y sobrecogedor, alcancé a pronunciar algunas palabras de conmiseración, mientras el gigantón seguíame llamando "padrecito" y pidiéndome que lo liberara de aquella horrible pesadilla. Poco a poco y fragmentadamente conseguí, al fin, atar cabos y reconstruir lo sucedido, cuyo origen se remontaba a unos dos años. Luego de un sangriento asalto a una de tantas poblaciones, de entrar a sangre y fuego y de cometer los consabidos forzamientos, violaciones y degüellos, una noche de ésas en que cayera totalmente exhausto, doblegado por el alcohol y la lujuria. Twan Kassar había tenido un sueño, una horrible pesadilla. Se encontraba realizando una de sus feas y acostumbradas tareas de violación, degüello y cercenamiento de una mujer cuando ésta, de pronto se convirtió... ¡en su madre! Y la cabeza recién tronchada, luego de maldecirlo mil veces por su brutalidad y crueldad, le hizo una horripilante advertencia.
-"El día que entre tus víctimas encuentres una mujer embarazada, quedará señalado como el de tu espantoso fin... Siete veces siete habrán de cumplirse las Lunas Negras y entonces tu cuerpo será desmembrado y pedazo a pedazo los restos aún con vida serán arrojados a los perros. ¡Ese será tu castigo, hijo de la Furia engendrada por el Odio!"
Tal había sido el espantoso anatema. Y aquel gigante con alma de gnomo, en su ignorancia y llevado por la torpe, enfermiza y milenaria superstición de su raza, aplastado por el miedo, durante varios meses había evitado cometer desmanes... Pero la necesidad de satisfacer sus bajos e irreprimibles instintos y envalentonado por la idea de que atropellando solamente a mujeres jóvenes y solteras no corría el peligro de tropezarse con una mujer embarazada, le instaron a volver por el rojo sendero.

martes, 6 de marzo de 2012

Y ¿por qué todos los insectos quieren penetrar mis fauces? ¿Tan solo ellos son capaces de ver la infección que me corroe?
El rumor que (ya se esparció en la cordillera que el buitre rey está tras la huella de mi podredumbre y devorar mis blandas zonas) ya no me empavorece.
La naturaleza muerta que ruega con clemencia que la inunde de mi fibra, pérfida y andante pero no entiende que soy menos orgánico que la gama de excrementos de malaventurados animalillos y sus hedores secos, translúcidos al sol.
La llama dejó de herirme como el hielo a mis inicuos huesos, escondido en donde el sol olvidó hace un tiempo salir y la sombra fue la última en hacer metamorfosis cubriéndose toda de estela y dentro de la hora, en donde ya no acusan los meridianos y no existe el tiempo, en algo así como cada 3 días a lo que en tiempo conocemos, la sombra que habita es la única coronada y se viste de novia llenita de su estela y un espectro boreal para bailar sola en la eterna espera pero aquí hasta la evolución se ve cautivada y seducida por la soledad, y como era de esperar, una clase de humanos, de una forma que sólo ante los destellos del baile de la sombra se ven aparecer con la tarea principal de la humanidad, esos humanos que surgieron ante el vacío siguen con la misma esencia y su único placer es destruir la felicidad ajena, y se ve como a jirones esos insectos destartalan cualquier rastro de fantasía que alguna vez habitó en la sombra, pero antes que notaran mi presencia ya era tarde, mi hedor fue tal, que el rey de la cordillera el sumo buitre, el Cóndor, tomáseme con su pico a volar entre montañas y mis párpados marchitos en contacto al viento volaban como ceniza y en la cima del alpe más alto, este señor imperioso de negro vestir, me revela que su intención no es devorar mi carne descompuesta, si no que me revelará el camino a la verdad, ya en esta cima en donde el ruido parecía desaparecer y las nubes intentaban robar lo que hallasen en tus bolsillos, me dice que sólo hay un camino, el del Cóndor, y es tirarse sin miedo (a sabiendas que mis alas dejaron de cumplir su función hace demasiado) de la cima más alta que cumplía de escenario donde encontré la felicidad, y morir contra el choque de las piedras inmediatas para así retornar a la suma vida que me acaería, el de negras plumas y pecho de sangre se tiró y acabó la historia entre rocas y ruidos olvidados.

miércoles, 1 de febrero de 2012

¿Por qué esta tormenta y por qué la parálisis de mis dedos? ¿Es un aviso de lo alto para impedirme escribir y para que considere mejor a lo que me expongo, si destilo la baba de mi cuadrada boca? Pero esa tormenta no me atemoriza. ¡No me importaría un ejército de tormentas! Esos agentes de policía celestial cumplen celosamente su penoso deber, si juzgo, de manera sumaria, por mi frente herida. No tengo por qué agradecer al Todopoderoso su notable destreza. Envió el rayo de la manera precisa para cortar en dos mi rostro partiendo de la frente, lugar en el que la herida ha sido más peligrosa ¡que otro lo felicite! Pero las tormentas atacan a quienes son más fuertes que ellas. ¡Así pues, horrible Padre Eterno con apariencia de víbora, ha sido necesario que, no contento con colocar a mi alma entre las fronteras de la locura y los pensamientos furiosos que matan lentamente, hayas creído, por añadidura, después de maduro examen, que conviene a tu majestad hacer salir de mi frente una copa de sangre!... En fin, ¿quién te lo reprocha? Sabes que no te amo sino que te odio: ¿por qué insiste? ¿Cuándo dejará tu conducta de envolverse en las apariencias de lo extravagante? Háblame francamente, como a un amigo ¿es que no sospechas que tu persecución odiosa delata una prisa pueril, cuyo completo ridículo ninguno de tus serafines se atrevería a señalar? ¿Qué cólera te posee? Sabes que si me dejas vivir fuera de tu alcance, tendrás mi agradecimiento... Vamos, Sultán, líbrame con tu lengua de esa sangre que mancha el entarimado. Ya esta hecho el vendaje: restañé mi frente con el agua salada y crucé con vendas mi rostro. El resultado no es gran cosa: cuatro camisas y dos pañuelos empapados en sangre. Nadie creería, a primera vista, que Maldoror tuviera tanta sangre en sus arterias, pues, en su cara, sólo brillan reflejos de cadáveres. Pero en fin, así es. Quizás es casi toda la sangre que puede contener su cuerpo y es probable que ya no le quede mucha. Basta, basta perro hambriento, deja ya el entarimado; tienes repleto el vientre. No debes continuar bebiendo, pues no tardarías en vomitar. Estás ya razonablemente harto, vete a acostar a la perrera, considérate  nadando en la felicidad ya que no pensarás en el hambre durante tres inmensos días, gracias a los glóbulos que has engullido por tu gaznate con una satisfacción solemnemente visible.

martes, 24 de enero de 2012

Pues también yo me bajo
-señorita- sin aquél arduo
estupor
innato arrebato
en que su mirada sucumbió
movimiento autómata
de índole insaciable
argumenta -indescifrable-
a las vez lo inevitable
el descenso llegó
en camino, encaminados
del mismo camino
desencaminó
ni ahora ni antes
pero propia elección
ella tomó
vibraciones ecuación
somos todos
pero el cuchillo
con el que fuimos cortados
no fue igualado.
Ya no hay razón

jueves, 19 de enero de 2012

Y mientras que los reyes, felices y aciagos,
Augustos y triunfantes participan en fiestas,
Las bestias de las tumbas acuden a la cita:
El fuego, el quebrantahuesos y el pigargo rojo,
El terrible azor, el milano, la feroz golondrina
Vuelas hacia el osario...


- ¿Donde están, palabras?-
¿De quién se esconden?

¿Por qué no salen de mi mente,
porque fluyen de sombra a sombra
alborotadamente, sin dar rastro alguno?

-¿Qué química incongruente, en mi cerebro?
¿Los esconde demasiado bien?-

pero se entre amontonaban,
en la precisión capciosa del infortunio.

Las arañas.

Aquellas imágenes que invoqué,
para lograr disipar mis ansias,
solo tornaban en azul amarangado[sic],

ténue.

Aciago perdurando en la virtud,
esa escondida vicisitud.

Solo hay arañas.
No son más que diez.

Aquellas que perduran
en contrastes de amarillos
y ligeros puntos negros,
parpados entreabiertos
entre el miedo a los cuadros,

O lo que hay tras de ellos
sigilosos de figuras-sombras,
aquellas,
que desafinan mis pasos,

Después de todo un juego de ellas
donde sólo logro pintar mi pie,
seguido de mi pie.

miércoles, 18 de enero de 2012

Después de varias horas los perros, agotados de correr sin rumbo, casi muertos, sin saber lo que hacen, se desgarran en mil pedazos con rapidez increíble, No hacen esto por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, mi madre me dijo: "Cuando estés en tu lecho y escuches ladrar a los perros en la campiña, escóndete bajo tu manta, no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como todos los humanos de largo y pálido rostro. Te permito, incluso, colocarte ante la ventana para contemplar ese sublime espectáculo". Desde entonces respeto el deseo de la muerta. Y, como los perros, sufro la necesidad del infinito...

viernes, 13 de enero de 2012

En la vida hay oportunidades,
falsedades y otras verdades
unas solas y otras pares

Un padre y una madre,
más odio es solo uno
y superior sentido
no hay ninguno

En tu día hay oportunidades,
falsedades y otras verdades
unas solas y otras pares

La ética y una moral
mas clase es sólo una
de las personas sin clase,
no se distingue ninguna
¿Qué es lo que pasa?
que tumulto me acallas
¿realmente estás ahí?
(es que tu piel resuena)
y mis paredes rayas.

El cielo no te abriga
¿pero en el suelo te tejes?
con tu presencia he nacido
por favor no me dejes

te veo, -no!- bien tú me ves

impresiones en mi olvido
en días impares me das!
estamos todos ausentes
entre barro, tierra -la faz-
Leve monotonía
-la que imprime-
una cocción.

Llegado el momento,
-se espera-
en decor,

Sesos en la olla,
¿de quién eran?
oh señor!

Le falta cocción,
falta la espera
en decór,
más le falta al señor,
sus sesos en cuestión.

jueves, 5 de enero de 2012



¡Oh, cuán efímeros se tornan mis días!

La arrogancia y el orgullo
irrumpen sin reyes ni césares.
Ya no quedan maestros generosos como los de antaño,
esos que idearon las primeras hazañas del mundo,
gloriosos en sus vida, renombrados en las canciones.
Quienes han blandido el escudo del honor y el señorío
                                                                     se alejan;
el fervoroso esplendor de las viejas espadas de a poco se
                                                                       mustia.

¡Dolorosa ventura! Débiles y pusilánimes
ahora nos gobiernan,
al amparo de la luz agonizante
de las dilaciones y la cobardía.
¡Cuánta añoranza en la nobleza perdida:
espíritus ardientes, pensamientos poderosos!

Él lo sabe y se lamenta: conoce a sus compañeros
                                                                     perdidos,
hombres fuertes y leales devorados por las mareas,
conducidos oscuramente por las mismas olas
hacia el umbrío páramo que se extiende en el fondo del
                                                                         océano.

Cada vez que la vida cede, el cartílago afloja;
asalta la edad y los rostros se ajan:
entonces ya no habrá congojas ni deleites para el cuerpo.

Mañana volverá al silencio;
los miembros estarán crispados, en eterna rigidez:
carne yerta, despojada de vida,
incapaz de saborear lo dulce o de sentir el roce de la pena.

Un hombre puede sepultar a sus hermanos muertos
cubriendo sus tumbas con todo el oro
que les perteneció; sus cuerpos enterrados serán así
el más preciado de sus tesoros.
Pero el oro que acumularon en este mundo
no podrá aliviar la ira de Dios
ante sus almas cargadas de culpas,
que en poco tuvieron los favores del cielo.

Caro es el precio de la vida.
De nada sirve jactarse de la fama o la abundancia.
No hay dádivas que sean capaces de sobornar
los inescrutables designios de Dios.

El sabio y el necio perecen por igual.
Sus tumbas serán sus moradas para siempre
aunque nombre a su tierra hayan puesto.

Por eso bienaventurados los humildes,
aquellos que al cielo temen
y ponen sus almas a disposición del Señor.

El pesar desgarra sus ojos:
entre despojos recuerda a sus mayores, sus compañeros
                                                                            caídos,
en la hora postrera, pasto de gusanos, heridos por el
                                                                            destino,
estremecidos por las garras de la muerte
De súbito recuerdas
aquella piel tersa
de felicidad que engendra
la sensación adversa
que sólo te condensa

Acordarse del hecho
que compartí mi pecho
mas lo dicho en tu lecho
sin sentirme satisfecho
tu recuerdo desecho

es deber  que acompañe
y converja en saudades
llena de mezquindades
más bien no te apiades
de mis cinco falsedades

Escucha claro una vez
queda en mí un entremés
entre abierto en mi piel
que no encuentra revés
y que espera no estés

Sólo pronunciabas -salida-
¿que pasaba por tu vida?
parece no haber guarida
ni en tu boca, pequeña nociva
ya ni un rastro de saliva.

miércoles, 4 de enero de 2012

No dejo

No dejo de repetir el primer verso
y corregir la palabra
-"puse la mesa para seis"...
Te olvidaste de uno, el séptimo.

Estáis tristes los seis.
Ráfagas de lluvia cubren vuestros rostros.
Cómo  pudiste, en esa mesa,
olvidar al séptimo, la séptima..

Están tristes tus huéspedes,
aburrida la garrafa de cristal.
Desconsolados ellos, desconsolado tú,
y, más desconsolada, la que olvidaste invitar.

Sin alegría, sin brillo
ah, no coméis ni bebéis.
¿Cómo pudiste olvidar el número?
¡Cómo te confundiste en el cálculo?

¡Cómo pudiste, cómo osaste no entender
que seis (dos hermanos, el tercero
-tú mismo- con tu mujer, y los padres)-
eran siete- puesto que yo no existo.

Pusiste la mesa para seis,
pero no se reduce el mundo a seis.
Para ser un espantajo entre los vivos,
prefiero ser fantasma, con los tuyos,
(los míos...)
        tímida como un ladrón
¡sin rozar un alma siquiera!
Me siento en el lugar -la séptima -
delante del cubierto que no has puesto.

¡Por fin! ¡Volqué mi vaso!
Y todo lo que era preciso derramar,
-la sal toda de mis ojos, toda la sangre de las heridas-
desde el mantel al parqué.

Y ningún féretro, ninguna separación.
La mesa exorcizada, la casa despierta.
Como la  muerte en un banquete de boda,
yo, la vida, presenté en esa cena.

Nadie, ni hermano, ni hijos, ni esposo,
ni amigo; y un reproche, pese a todo:
tú -que pusiste la mesa para seis almas,
ni siquiera me pusiste en un rincón.

Había pasado ya el mes de agosto de 1914.
Y setiembre... octubre... noviembre... diciembre...
La guerra había adoptado consecutivamente los nombres de Thann, Grand Couronné y Charleroi; luego el de Marne y la Carrera hacia el Mar; y finalmente los nombres de todas las trincheras que se extendían entre Flandes y Suiza.
  Ahora, el hielo había hecho presa del frente.
  Ahora, tras esa inmensa muralla invertida en la tierra, la gente toda pensó que sus costumbres y las costumbres de su pequeño universo estaban destinadas a perdurar para ellos y sus hijos y los hijos de sus hijos.
  Los soldados llevaban  aún el mismo pantalón rojo.
en los grandes bazares aún había un sinnúmero de objetos que costaban un céntimo. Y siendo Presidente de la República el señor Poincaré, en los consejos de gobierno no reaparecerían los mismos ministros, tan conocidos ya que todos los franceses los sentían casi como parte de su propia familia. Ni siquiera la oposición había cambiado de timonel desde hacía un tercio de siglo. Su jefe era aún Clemenceau.
  Sólo los moribundos sentían tal vez confusamente que se deslizaban hacia otro mundo. Y también ellos, como los demás. se aferraban al viejo.

El suboficial había recibido sus heridas en los grandes combates librados sobre el Marne, mientras el ejército alemán se batía ya en retirada. Era un soldado de carrera en la plenitud de la vida y de rasgos nítidos como los de un busto romano. Un centurión. El entrenamiento físico había endurecido en tal forma su cuerpo, que en sus primeros tiempos de hospital se deleitaba distendiendo los músculos del tórax y demostrando la asombrosa resistencia de esa suerte de coraza: en ella no penetraban las agujas.
El estallido de un obús le había abierto el vientre.
Le operaron tres veces sin anestesiarlo, pues no había cloroformo. Era la época de la sodpresa y de la indigencia.
Se carecía de todo: personal, vendas, medicinas. Los heridos llegaban con gusanos en sus llagas.
A algunos de ellos, forzados a soportar conscientes el escalpelo, las tijeras y la sierra de los cirujanos, se les sujetaba por muchos hombres robustos. Sus gritos se escuchaban desde lejos. El suboficial, en esas ocasiones, se había llenado la boca de trapo. Terminada la intervención, el trapo estaba hecho jirones, pero el suboficial no se había movido ni había dejado escapar un solo lamento. Tenía los dientes fuertes, sanos y parejos.
Durante mucho tiempo, el estado del herido no inspiró preocupación. Las operaciones habían tenido éxito.
La herida adquiría un bello color rojo. La carne poderosa trabajaba por su curación. El suboficial dormía y comía normalmente, y cada mañana pensaba con placer que se acercaba más al momento en el cual vería nuevamente a su sección. Le gustaba comandar rudamente a esos hombres rudos y reposar luego junto a muchachas de amplias caderas. Sentía con intensidad el llamado de la vida.
Pero una noche su sueño no fue tan apacible como de costumbre. Su despertar no fue normal, y el suboficial comenzó a percibir ese olor. Era azucarado, dulzarrón. Un almizcle podrido. Como sus vecinos no lo habían percibido aún. el suboficial comprendió que emanaba de su propia persona. Cuando acudió el cirujano y deshizo los vendajes, el olor invadió de golpe toda la sala. Todos volvieron la cabeza hacia el suboficial. El cirujano se retiró con la certidumbre de que el hombre estaba perdido. Nada se podía hacer entonces contra la gangrena.
El suboficial logró resistir muchas semanas más de las que parecía posible que resistiera. El mal sólo avanzó poco a poco en ese cuerpo tan bien ajustado. Pero hacia fines del año era ya todo pobredumbre, y su olor llenaba la vasta sala con su miel fétida.
Entonces transportaron al suboficial - que ya no reconocía a nadie - a los altos del hospital, abandonándolo allí en una buhardilla. Otros necesitaban su lugar.
Hacia la medianoche, en el desván entró un muchacho con blusa blanca. Demasiado joven para ser soldado, actuaba en el hospital como camillero; no se hallaba de guardia, pero al volver a su casa sintió la necesidad de ver una vez más al hombre que había transportado a su llegada de la ambulancia al lecho, a la mesa de operaciones en repetidas oportunidades, y finalmente, a su camastro de moribundo. Había querido mucho al suboficial, porque relataba la guerra como un libro de estampas. Pero el muchacho no se atrevió a avanzar de inmediato. El olor...
Sintió que se sofocaba en un agua espesa, en un zumo de inmensas flores venenosas en descomposición. "No podré quedarme... Una mirada a su rostro... luego me iré", pensó el muchacho. Se aproximó al lecho. El suboficial tenía las mejillas de color rojo encendido. Sus ojos permanecía abiertos, pero estaban ciegos. Sólo vivía en él un débil estertor y sus dedos que parecían buscar algo. El joven camillero cogió un taburete de paja y se sentó junto al moribundo. Ya no pensó en partir. Se sentía incapaz de dejar al suboficial solo en su lucha monstruosa.
Lo retenía también una curiosidad invencible, casi augusta. Su mano tocó esas manos que se agitaban sin cesar y de inmediato fue su prisionero. La mano del suboficial había encontrado al fin lo que le era indispensable: otra mano. Y éstas permanecieron ligadas durante horas en el olor dulce y negro de la gangrena. Cuando agotado y deshecho, el joven camillero intentaba cambiar de posición, se lo impedía una presión casi insensible, a la que nada podía rehusar.
En el hospital se reanudó el servicio. Una enfermera, tan joven y frágil que parecía una pequeñuela, abrió de pronto la puerta. Retrocediendo levemente a causa del olor, pero viendo al visitante, se aproximó rápidamente a él y le dijo con voz ahogada:
-¿Tú aquí?¿Toda la noche, Richard? Vete a casa...
Yo velaré.
-Imposible, Cri-Cri-susurró el joven.
Y le enseñó su mano cautiva. Juntos esperaron el fin.
La mano del suboficial cayó, y la muchacha le cerró los ojos.