martes, 24 de enero de 2012

Pues también yo me bajo
-señorita- sin aquél arduo
estupor
innato arrebato
en que su mirada sucumbió
movimiento autómata
de índole insaciable
argumenta -indescifrable-
a las vez lo inevitable
el descenso llegó
en camino, encaminados
del mismo camino
desencaminó
ni ahora ni antes
pero propia elección
ella tomó
vibraciones ecuación
somos todos
pero el cuchillo
con el que fuimos cortados
no fue igualado.
Ya no hay razón

jueves, 19 de enero de 2012

Y mientras que los reyes, felices y aciagos,
Augustos y triunfantes participan en fiestas,
Las bestias de las tumbas acuden a la cita:
El fuego, el quebrantahuesos y el pigargo rojo,
El terrible azor, el milano, la feroz golondrina
Vuelas hacia el osario...


- ¿Donde están, palabras?-
¿De quién se esconden?

¿Por qué no salen de mi mente,
porque fluyen de sombra a sombra
alborotadamente, sin dar rastro alguno?

-¿Qué química incongruente, en mi cerebro?
¿Los esconde demasiado bien?-

pero se entre amontonaban,
en la precisión capciosa del infortunio.

Las arañas.

Aquellas imágenes que invoqué,
para lograr disipar mis ansias,
solo tornaban en azul amarangado[sic],

ténue.

Aciago perdurando en la virtud,
esa escondida vicisitud.

Solo hay arañas.
No son más que diez.

Aquellas que perduran
en contrastes de amarillos
y ligeros puntos negros,
parpados entreabiertos
entre el miedo a los cuadros,

O lo que hay tras de ellos
sigilosos de figuras-sombras,
aquellas,
que desafinan mis pasos,

Después de todo un juego de ellas
donde sólo logro pintar mi pie,
seguido de mi pie.

miércoles, 18 de enero de 2012

Después de varias horas los perros, agotados de correr sin rumbo, casi muertos, sin saber lo que hacen, se desgarran en mil pedazos con rapidez increíble, No hacen esto por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, mi madre me dijo: "Cuando estés en tu lecho y escuches ladrar a los perros en la campiña, escóndete bajo tu manta, no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como todos los humanos de largo y pálido rostro. Te permito, incluso, colocarte ante la ventana para contemplar ese sublime espectáculo". Desde entonces respeto el deseo de la muerta. Y, como los perros, sufro la necesidad del infinito...

viernes, 13 de enero de 2012

En la vida hay oportunidades,
falsedades y otras verdades
unas solas y otras pares

Un padre y una madre,
más odio es solo uno
y superior sentido
no hay ninguno

En tu día hay oportunidades,
falsedades y otras verdades
unas solas y otras pares

La ética y una moral
mas clase es sólo una
de las personas sin clase,
no se distingue ninguna
¿Qué es lo que pasa?
que tumulto me acallas
¿realmente estás ahí?
(es que tu piel resuena)
y mis paredes rayas.

El cielo no te abriga
¿pero en el suelo te tejes?
con tu presencia he nacido
por favor no me dejes

te veo, -no!- bien tú me ves

impresiones en mi olvido
en días impares me das!
estamos todos ausentes
entre barro, tierra -la faz-
Leve monotonía
-la que imprime-
una cocción.

Llegado el momento,
-se espera-
en decor,

Sesos en la olla,
¿de quién eran?
oh señor!

Le falta cocción,
falta la espera
en decór,
más le falta al señor,
sus sesos en cuestión.

jueves, 5 de enero de 2012



¡Oh, cuán efímeros se tornan mis días!

La arrogancia y el orgullo
irrumpen sin reyes ni césares.
Ya no quedan maestros generosos como los de antaño,
esos que idearon las primeras hazañas del mundo,
gloriosos en sus vida, renombrados en las canciones.
Quienes han blandido el escudo del honor y el señorío
                                                                     se alejan;
el fervoroso esplendor de las viejas espadas de a poco se
                                                                       mustia.

¡Dolorosa ventura! Débiles y pusilánimes
ahora nos gobiernan,
al amparo de la luz agonizante
de las dilaciones y la cobardía.
¡Cuánta añoranza en la nobleza perdida:
espíritus ardientes, pensamientos poderosos!

Él lo sabe y se lamenta: conoce a sus compañeros
                                                                     perdidos,
hombres fuertes y leales devorados por las mareas,
conducidos oscuramente por las mismas olas
hacia el umbrío páramo que se extiende en el fondo del
                                                                         océano.

Cada vez que la vida cede, el cartílago afloja;
asalta la edad y los rostros se ajan:
entonces ya no habrá congojas ni deleites para el cuerpo.

Mañana volverá al silencio;
los miembros estarán crispados, en eterna rigidez:
carne yerta, despojada de vida,
incapaz de saborear lo dulce o de sentir el roce de la pena.

Un hombre puede sepultar a sus hermanos muertos
cubriendo sus tumbas con todo el oro
que les perteneció; sus cuerpos enterrados serán así
el más preciado de sus tesoros.
Pero el oro que acumularon en este mundo
no podrá aliviar la ira de Dios
ante sus almas cargadas de culpas,
que en poco tuvieron los favores del cielo.

Caro es el precio de la vida.
De nada sirve jactarse de la fama o la abundancia.
No hay dádivas que sean capaces de sobornar
los inescrutables designios de Dios.

El sabio y el necio perecen por igual.
Sus tumbas serán sus moradas para siempre
aunque nombre a su tierra hayan puesto.

Por eso bienaventurados los humildes,
aquellos que al cielo temen
y ponen sus almas a disposición del Señor.

El pesar desgarra sus ojos:
entre despojos recuerda a sus mayores, sus compañeros
                                                                            caídos,
en la hora postrera, pasto de gusanos, heridos por el
                                                                            destino,
estremecidos por las garras de la muerte
De súbito recuerdas
aquella piel tersa
de felicidad que engendra
la sensación adversa
que sólo te condensa

Acordarse del hecho
que compartí mi pecho
mas lo dicho en tu lecho
sin sentirme satisfecho
tu recuerdo desecho

es deber  que acompañe
y converja en saudades
llena de mezquindades
más bien no te apiades
de mis cinco falsedades

Escucha claro una vez
queda en mí un entremés
entre abierto en mi piel
que no encuentra revés
y que espera no estés

Sólo pronunciabas -salida-
¿que pasaba por tu vida?
parece no haber guarida
ni en tu boca, pequeña nociva
ya ni un rastro de saliva.

miércoles, 4 de enero de 2012

No dejo

No dejo de repetir el primer verso
y corregir la palabra
-"puse la mesa para seis"...
Te olvidaste de uno, el séptimo.

Estáis tristes los seis.
Ráfagas de lluvia cubren vuestros rostros.
Cómo  pudiste, en esa mesa,
olvidar al séptimo, la séptima..

Están tristes tus huéspedes,
aburrida la garrafa de cristal.
Desconsolados ellos, desconsolado tú,
y, más desconsolada, la que olvidaste invitar.

Sin alegría, sin brillo
ah, no coméis ni bebéis.
¿Cómo pudiste olvidar el número?
¡Cómo te confundiste en el cálculo?

¡Cómo pudiste, cómo osaste no entender
que seis (dos hermanos, el tercero
-tú mismo- con tu mujer, y los padres)-
eran siete- puesto que yo no existo.

Pusiste la mesa para seis,
pero no se reduce el mundo a seis.
Para ser un espantajo entre los vivos,
prefiero ser fantasma, con los tuyos,
(los míos...)
        tímida como un ladrón
¡sin rozar un alma siquiera!
Me siento en el lugar -la séptima -
delante del cubierto que no has puesto.

¡Por fin! ¡Volqué mi vaso!
Y todo lo que era preciso derramar,
-la sal toda de mis ojos, toda la sangre de las heridas-
desde el mantel al parqué.

Y ningún féretro, ninguna separación.
La mesa exorcizada, la casa despierta.
Como la  muerte en un banquete de boda,
yo, la vida, presenté en esa cena.

Nadie, ni hermano, ni hijos, ni esposo,
ni amigo; y un reproche, pese a todo:
tú -que pusiste la mesa para seis almas,
ni siquiera me pusiste en un rincón.

Había pasado ya el mes de agosto de 1914.
Y setiembre... octubre... noviembre... diciembre...
La guerra había adoptado consecutivamente los nombres de Thann, Grand Couronné y Charleroi; luego el de Marne y la Carrera hacia el Mar; y finalmente los nombres de todas las trincheras que se extendían entre Flandes y Suiza.
  Ahora, el hielo había hecho presa del frente.
  Ahora, tras esa inmensa muralla invertida en la tierra, la gente toda pensó que sus costumbres y las costumbres de su pequeño universo estaban destinadas a perdurar para ellos y sus hijos y los hijos de sus hijos.
  Los soldados llevaban  aún el mismo pantalón rojo.
en los grandes bazares aún había un sinnúmero de objetos que costaban un céntimo. Y siendo Presidente de la República el señor Poincaré, en los consejos de gobierno no reaparecerían los mismos ministros, tan conocidos ya que todos los franceses los sentían casi como parte de su propia familia. Ni siquiera la oposición había cambiado de timonel desde hacía un tercio de siglo. Su jefe era aún Clemenceau.
  Sólo los moribundos sentían tal vez confusamente que se deslizaban hacia otro mundo. Y también ellos, como los demás. se aferraban al viejo.

El suboficial había recibido sus heridas en los grandes combates librados sobre el Marne, mientras el ejército alemán se batía ya en retirada. Era un soldado de carrera en la plenitud de la vida y de rasgos nítidos como los de un busto romano. Un centurión. El entrenamiento físico había endurecido en tal forma su cuerpo, que en sus primeros tiempos de hospital se deleitaba distendiendo los músculos del tórax y demostrando la asombrosa resistencia de esa suerte de coraza: en ella no penetraban las agujas.
El estallido de un obús le había abierto el vientre.
Le operaron tres veces sin anestesiarlo, pues no había cloroformo. Era la época de la sodpresa y de la indigencia.
Se carecía de todo: personal, vendas, medicinas. Los heridos llegaban con gusanos en sus llagas.
A algunos de ellos, forzados a soportar conscientes el escalpelo, las tijeras y la sierra de los cirujanos, se les sujetaba por muchos hombres robustos. Sus gritos se escuchaban desde lejos. El suboficial, en esas ocasiones, se había llenado la boca de trapo. Terminada la intervención, el trapo estaba hecho jirones, pero el suboficial no se había movido ni había dejado escapar un solo lamento. Tenía los dientes fuertes, sanos y parejos.
Durante mucho tiempo, el estado del herido no inspiró preocupación. Las operaciones habían tenido éxito.
La herida adquiría un bello color rojo. La carne poderosa trabajaba por su curación. El suboficial dormía y comía normalmente, y cada mañana pensaba con placer que se acercaba más al momento en el cual vería nuevamente a su sección. Le gustaba comandar rudamente a esos hombres rudos y reposar luego junto a muchachas de amplias caderas. Sentía con intensidad el llamado de la vida.
Pero una noche su sueño no fue tan apacible como de costumbre. Su despertar no fue normal, y el suboficial comenzó a percibir ese olor. Era azucarado, dulzarrón. Un almizcle podrido. Como sus vecinos no lo habían percibido aún. el suboficial comprendió que emanaba de su propia persona. Cuando acudió el cirujano y deshizo los vendajes, el olor invadió de golpe toda la sala. Todos volvieron la cabeza hacia el suboficial. El cirujano se retiró con la certidumbre de que el hombre estaba perdido. Nada se podía hacer entonces contra la gangrena.
El suboficial logró resistir muchas semanas más de las que parecía posible que resistiera. El mal sólo avanzó poco a poco en ese cuerpo tan bien ajustado. Pero hacia fines del año era ya todo pobredumbre, y su olor llenaba la vasta sala con su miel fétida.
Entonces transportaron al suboficial - que ya no reconocía a nadie - a los altos del hospital, abandonándolo allí en una buhardilla. Otros necesitaban su lugar.
Hacia la medianoche, en el desván entró un muchacho con blusa blanca. Demasiado joven para ser soldado, actuaba en el hospital como camillero; no se hallaba de guardia, pero al volver a su casa sintió la necesidad de ver una vez más al hombre que había transportado a su llegada de la ambulancia al lecho, a la mesa de operaciones en repetidas oportunidades, y finalmente, a su camastro de moribundo. Había querido mucho al suboficial, porque relataba la guerra como un libro de estampas. Pero el muchacho no se atrevió a avanzar de inmediato. El olor...
Sintió que se sofocaba en un agua espesa, en un zumo de inmensas flores venenosas en descomposición. "No podré quedarme... Una mirada a su rostro... luego me iré", pensó el muchacho. Se aproximó al lecho. El suboficial tenía las mejillas de color rojo encendido. Sus ojos permanecía abiertos, pero estaban ciegos. Sólo vivía en él un débil estertor y sus dedos que parecían buscar algo. El joven camillero cogió un taburete de paja y se sentó junto al moribundo. Ya no pensó en partir. Se sentía incapaz de dejar al suboficial solo en su lucha monstruosa.
Lo retenía también una curiosidad invencible, casi augusta. Su mano tocó esas manos que se agitaban sin cesar y de inmediato fue su prisionero. La mano del suboficial había encontrado al fin lo que le era indispensable: otra mano. Y éstas permanecieron ligadas durante horas en el olor dulce y negro de la gangrena. Cuando agotado y deshecho, el joven camillero intentaba cambiar de posición, se lo impedía una presión casi insensible, a la que nada podía rehusar.
En el hospital se reanudó el servicio. Una enfermera, tan joven y frágil que parecía una pequeñuela, abrió de pronto la puerta. Retrocediendo levemente a causa del olor, pero viendo al visitante, se aproximó rápidamente a él y le dijo con voz ahogada:
-¿Tú aquí?¿Toda la noche, Richard? Vete a casa...
Yo velaré.
-Imposible, Cri-Cri-susurró el joven.
Y le enseñó su mano cautiva. Juntos esperaron el fin.
La mano del suboficial cayó, y la muchacha le cerró los ojos.