El hombre nace rebelde. Su naturaleza le repugna. El hombre ansía una
inmanencia divina. El mundo entero sería el cuerpo insuficiente de su
implacable anhelo.
Pero el hombre no es la única ilimitable codicia de vida. Todo, en el
universo, imperializa; y cada existencia singular ambiciona extenderse a la
totalidad del ser. El animal más miserable, entregado sin prohibiciones a su
fiebre, coparía el espacio y devoraría las estrellas. En los charcos de los
caminos hay efímeros organismos que contienen la virtual posesión del cielo.
Ningún límite es interior al ser; ninguna ambición se recusa a si
misma. Toda renuncia nace de un obstáculo; toda abstención, de un rechazo. El
universo es un sistema de limitaciones recíprocas, donde el objeto se construye
como una tensión de conflictos. La violencia, cruel ministro de la limitada
esencia de la cosas, impone las normas de la existencia actualizada.
Pero si la intervención de ajenas presencias amputa y trunca infinitos
posibles, nuestra alma escuálida sólo es capaz de una fracción de los actos que
sueña. Todo el mundo es frontera, término, fin.
Nuestro terrestre aprendizaje es un desposeimiento minucioso. Cada
atardecer nos desnuda. Nuestra ambición persigue decrecientes pequeñeces. Vivir
no es adquirir, sino abdicar.
Todo es reto para que nuestra impotencia se conozca; todo es barrera
para que nuestra debilidad se advierta y se admita. Entre nuestra avidez y el
fruto que la sacia, una breve distancia extiende un espacio igual al infinito.
Nuestro más hondo deseo es nuestra imposibilidad más segura. Nuestra vida se
deshace en cada uno de sus gestos, abandonando al limbo innúmeros abortos.
Vivimos ahuyentando larvas que apetecen nuestra sangre.
Nuestro destino es la presión que ejerce la pétrea abduración de una
muerta libertad; cada elección obstruye las direcciones no elegidas; en cada
uno de nosotros gimen los abogados fantasmas que no fuimos.
La opción impasible y lívida preside todo instante. Anhelamos aunar y
confundir en una posesión simultánea objetos antagónicos, pero la implacable
exigencia de actos coherentes divide y lamina nuestra avidez de monstruosas
conjunciones. La incompatibilidad de satisfacciones contrarias anula el
delicioso desorden de nuestros apetitos.
Pero si la simultaneidad nos delude, el tiempo nos veda un cumplimiento
sucesivo. Todo acto es fecundo, y nadie puede abolir sus consecuencias (…)
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